A pesar de sus diferencias en otros aspectos, los fariseos,
los escribas y los doctores de la Ley, habían llegado a la conclusión unánime,
de que lo más importante para los judíos, como a pueblo de Dios que eran,
era cumplir al pie de la letra, la Ley de Moisés y los 613 preceptos
añadidos a lo largo de los siglos para complementarla. Quien no lo hiciera así,
era considerado pecador, y quedaba condenado a llevar sobre sus hombros
esta carga pesada, a menos que cambiara de actitud de una manera radical.
Habían llegado incluso al punto, de determinar que algunas profesiones
u oficios eran en sí mismos pecaminosos, porque implicaban contactos
prohibidos por los preceptos de pureza que se habían inventado.
Tal era el caso, por ejemplo, de la medicina,
porque suponía y exigía relación directa y contacto físico con los enfermos,
que por su situación eran tenidos
además como pecadores, a quien Dios castigaba su pecado
o el pecado de sus padres con la enfermedad.
Lo mismo ocurría con las mujeres, en determinadas circunstancias de su vida,
como el parto y el período menstrual,
que las hacían impuras a ellas y a todo objeto,
animal o persona que las tocara.
A todo esto se opuso Jesús, de una manera radical,
que cree y anuncia como verdad fundamental,
que Dios nos ama como un padre ama a sus hijos,
que quiere siempre lo mejor para nosotros,
y que sabe perdonarnos cuando le fallamos y somos capaces
de reconocer con humildad nuestro pecado,
y poner nuestro empeño en superarlo.
Para respaldar sus palabras, Jesús comparte su vida con aquellos
que son considerados como pecadores,
solidarizándose con ellos no sólo delante de Dios,
sino frente a quienes los rechazan y condenan,
los libera de su experiencia de culpabilidad, los invita al cambio de vida,
les da la oportunidad de reincorporarse a la sociedad,
y de esta manera anticipa en las comidas y banquetes en los que participa con ellos,
la fiesta final de su encuentro con Dios.
Jesús busca que quienes se sienten pecadores,
tomen conciencia de su pecado, y del mal,
que sus acciones equivocadas implica para ellos mismos y para la sociedad
a la que pertenecen, y los invita luego a arrancarlos de su corazón,
porque es allí, en el corazón mismo del ser humano, y no fuera de él,
donde el pecado tiene su origen y su raíz. Recordemos sus palabras:
"Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro,
del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos,
adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez.
Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Marcos 7, 21-23)
Todas las acciones y todas las palabras de Jesús tienen esta motivación central:
hacer entender a quienes lo escuchan, y en ellos a nosotros,
que cuando actuamos,
no movidos por el amor, como hijos de Dios que somos,
sino dejándonos llevar del egoísmo y de la ambición,
nos deshumaniza-mos, y por lo tanto,
nos alejamos de Él y de su Voluntad al crearnos,
que debe ser nuestro punto de referencia permanente.
Jesús se acerca a los pecadores, habla con ellos, come con ellos,
y de esta manera, sin acusarlos, sin ofenderlos, sin discriminarlos ni marginarlos,
les ayuda a tomar conciencia de su situación, les hace presente el amor que Dios
siente por ellos, y los invita a convertirse, a cambiar de vida.
Podemos verlo muy claramente en la historia de Zaqueo,
que nos refiere san Lucas en su evangelio:
“Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico.
Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente,
porque era de pequeña estatura.
Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle,
pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista,
le dijo: “Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa”.
Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo:
“Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador”. Zaqueo, puesto en pie,
dijo al Señor: “Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres;
y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo”. Jesús le dijo:
“Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham,
pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”:”
(Lucas 19, 2-10)
Con sencillez, pero también con firmeza, Jesús nos enseña:
Que todos somos débiles y pecamos, lo cual significa,
que no tenemos derecho a juzgar y a condenar a los demás.
Dice:
«No juzguen, para que no sean juzgados.
Porque con el juicio con que juzguen serán juzgados,
y con la medida con que midan se les medirá.
¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano,
y no reparas en la viga que hay en tu ojo? ¿O cómo vas a decir a tu hermano: “
Deja que te saque la brizna del ojo”, teniendo la viga en el tuyo? Hipócrita,
saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo
de tu hermano” (Mateo 7, 1-5).
Que los “pecadores” no son para excluirlos de nuestro trato,
para rechazarlos, sino para aco-gerlos con amor, a la manera de Dios,
que nos ama infinitamente, a pesar de nuestras debilidades y de nuestros pecados,
como nos lo muestra en la Parábola del Hijo Pródigo y en las demás parábolas
de la misericordia, que nos narra Lucas en el capítulo 15 de su evangelio,
y en las que Jesús mismo anuncia:
“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta
que por 99 justos que no tienen necesidad de conversión” (Lucas 15,7).
Esta es la maravillosa noticia de Jesús, la Buena Nueva que vino a comunicarnos,
con el deseo de que la aceptemos en nuestra vida y la pongamos en práctica,
y también que la anunciemos a los demás,
porque estamos llamados a ser discípulos y misioneros suyos.